miércoles, 28 de marzo de 2007

Los secretos de la Antártida - I

En el post sobre el 2012 hice alguna referencia marginal a la posibilidad de un cambio en la inclinación del eje de la Tierra y la sucesiva desaparición de los glaciares polares. Por loca que parezca, esta teoría tiene varias décadas de presencia en el debate científico, y cuenta entre sus admiradores más respetables a nada menos que Albert Einstein. Por lo tanto, no debería ser despreciada encogiendo los hombros como si fuera una tontería más... especialmente porque hay algunas pruebas a su favor.

Charles Hapgood tuvo la idea a finales de los años '50, basándose en evidencias geológicas que apuntaban a que el polo magnético de la Tierra se había trasladado a lo largo del tiempo, a veces cubriendo enormes distancias en lapsos reducidos. La conclusión que extrajo Hapgood fue que la costra terrestre (sólida) tiene la capacidad de moverse de manera compacta sobre el manto (líquido), similarmente a una imaginaria cáscara de naranja que se encuentre separada de la pulpa, pudiendo desplazarse alrededor de ella en un solo bloque. Es necesario indicar que esto no va en contra de la tectónica de placas, en cuanto estas últimas se moverían a su vez libremente sobre el sustrato semisólido de la costra (o manto superior); pero la costra en su totalidad se comportaría como un mantel que se mueve sobre una mesa, aún teniendo sobre él platos, vasos, cubiertos. Por más complicado que suene, si se piensa bien la cosa tiene una cierta lógica y explicaría el movimiento de los polos magnéticos con el movimiento de la costra terrestre, considerando que ésta presenta una alta concentración de minerales.

Según Hapgood, la acumulación de hielo en los polos terminaría por generar un descompenso en la masa del planeta, hasta el punto en el que la energía potencial acumulada impulsaría un movimiento de la costra terrestre, en el cual, poco a poco, los glaciares polares irían descendiendo hacia el ecuador, derritiéndose, mientras en zonas anteriormente en latitudes temperadas iniciaría una época de frío que llevaría a la creación de nuevas superficies heladas. Si ésta última parte les suena conocida, no debería sorprenderles. Es lo que normalmente hemos conocido como glaciación.

En efecto, algo muy fácil de identificar es que este término ha sido usado siempre en referencia a épocas de bajas temperaturas en las zonas más desarrolladas del planeta, que casualmente se encuentran en la faja temperada del hemisferio norte. Lo que nadie se fija es qué diablos sucedía en el resto del mundo: y es una pena, porque las sorpresas, como también las confirmaciones a la teoría de Hapgood, abundan. Los desiertos eran zonas tropicales y las sabanas, bosques; la tundra tenía elefantes y la Amazonía camellos. Un mundo al revés... algo obvio, si la situación presenta efectivamente a un planeta que se va moviendo sobre su eje, llevando extensas porciones de territorio de una latitud a otra.

A mediados de los '90s, un discípulo de Hapgood, Rand Flem-Ath, trajo de nuevo a la atención pública los descubrimiento de su predecesor, pero encontrando un agente mucho más creíble para el movimiento de la costra terrestre que el peso de los glaciares: impactos de cuerpos celestes. Efectivamente, la energía trasladada al planeta por la colisión con un asteroide o un cometa de grandes proporciones sería tal, y a tal profundidad, que podría tranquilamente dar el pequeño empujón necesario para que el mundo comience a caminar. Personalmente creo que esto es mucho más probable; más aún cuando hace algunos días estuve buscando cráteres de impacto sobre la superficie terrestre con Google Earth y me topé con enormes (literalmente) sorpresas; sin contar que el 70% de la superficie terrestre está cubierto por agua, donde es muy complicado ubicar cráteres.

A estas alturas del post, se estarán preguntando qué tiene que ver todo esto con la Antártida. Pues bien, usemos un poco las neuronas. Acabamos de hablar de una teoría que postula que la Tierra, de vez en cuando, se pone de cabeza... climatológicamente hablando; ahora bien, lo que pocos recuerdan es que hay un continente, deshabitado y muchas veces olvidado, que representa lo opuesto de un buen lugar para vivir, donde capas de hielo de kilómetros de espesor esconden tierra firme y archipiélagos, montañas y cañones, lechos de ríos y valles. Un continente casi tan grande como América del Sur y casi el doble que Australia: y en ambos casos hablamos de territorios que tienen fauna y flora propias, han desarrollado culturas de manera original y autónoma, y presentan todo tipo de zonas climáticas y orográficas.

Asumiendo que Hapgood y Flem-Ath están en lo correcto, la lógica nos indica que, en los tiempos en que Europa y América del Norte vivían la última glaciación, en que el Sahara y Egipto eran zonas lluviosas (no se olviden de este detalle, más adelante será de utilidad), la Antártida era un continente situado en zonas temperadas, con aguas templadas rodeando sus costas, probablemente con una vegetación y una población animal propias y sumamente adaptadas.

Sólo queda una pregunta: el hombre llegó a ocupar la Antártida, en aquella edad dorada? Formó alguna cultura o civilización superior? Dejaron algún rastro arquitectónico o histórico de ello?

Las respuestas en el siguiente capítulo...


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