Hace unos años completé una larga y dolorosa transición que me separó definitivamente de la tradición católica, apostólica y romana en la que había sido criado, y me hizo llegar a un agnosticismo bastante marcado y convencido.
Cuando creía encontrarme finalmente cómodo con una definición religiosa que me permitiera responder a las preguntas de parientes y conocidos de una manera más o menos convincente, me dí cuenta que en realidad la evolución de mi pensamiento seguía impertérrita, cada vez más lejos de la fuente; a tal punto que ahora estoy nuevamente en una fase de dudas. Si las cosas siguen como están, en algún tiempo habré recalado en el extremo opuesto del que partí, y el mundo tendrá un ateo más.
Para empezar, creo que tengo que explicar la diferencia entre un agnóstisco y un ateo. El primero afirma que la existencia o no de un dios es irrelevante, puesto que no puede ser conocida ni se puede obtener ninguna certeza al respecto; por tales motivos, es imposible aceptar la validez de las distintas religiones y teologías. Un ateo, en cambio, afirma que no existen poderes supremos y metafísicos que rigen las suertes del mundo. Resumiendo, uno dice que no puede asegurar que haya una divinidad; el otro asegura que no la hay.
Mi interés crítico hacia la religión empezó muy temprano, absorbiendo los inputs de una familia sólidamente católica. Uno de los primeros libros de cierta envergadura que leí fue la Biblia, a los ocho años, incluyendo las notas a pié de página; para cuando hice la primera comunión, dos años después, y con un par de lecturas más, ya tenía una lista casi interminable de dudas existenciales sobre algunas evidentes incoherencias en los textos sagrados. Sin embargo, solucioné eso entrando a una fase que yo llamo de credulidad religiosa: es decir, aceptar la versión más o menos oficial que da la Iglesia, que es que si bien los libros del Cánon son inspirados por Dios, siguen siendo obra de hombres y como tales sujetos a errores o contradicciones causadas por la evolución de la cultura.
Durante mis años maravillosos de adolescente noté que estaba pasando a una etapa más bien de conformismo religioso. Iba a misa sin prestar mucho interés a lo que sucedía, comulgaba con desgano, me confesaba a intervalos cada vez mayores, rezaba sólo para pedir favores o milagros. Si no me equivoco, una gran mayoría de creyentes se encuentra en este estado.
A un cierto punto, bordeando los veinte años y poco más, luego de hacer un serio y exhaustivo análisis, llegué a la conclusión de que no podía seguir fingiendo creer en algo que había ya asimilado, en la práctica, a una mitología arcaica. Me di el trabajo de recopilar toda la información que podía sobre los pilares de la religión católica (para ese entonces, internet ya me había dado un acceso mucho mayor a las fuentes), y de evaluar uno por uno los sacramentos, los dogmas, las tradiciones. Creo que me tomó un año determinar que no me convencían y que por lo tanto era una total hipocresía seguir golpeándome el pecho como si nada. Así que di el gran paso y dejé el camino dorado hacia Oz.
En los años siguientes, no ha habido un solo instante en que haya tenido remordimientos por lo hecho, al contrario, he ido encontrando más puntos a favor de mi posición. Obviamente no los voy a detallar aquí para evitar desatar más polémicas, pero si estoy al borde del ateísmo, es porque tengo buenos motivos...
No es cuestión de rebeldía juvenil, como piensan algunos; es fruto de la lógica. No puedo regir mi vida basándome en la fe hacia principios creados por seres humanos hace miles de años, sin mayor sustento que una presunta conexión directa con una divinidad. Me resulta imposible.
Sólo puedo creer en lo que veo, en lo que siento y en lo que mi cerebro deduce. Lo demás son palabras, flotando en el vacío.
Cuando creía encontrarme finalmente cómodo con una definición religiosa que me permitiera responder a las preguntas de parientes y conocidos de una manera más o menos convincente, me dí cuenta que en realidad la evolución de mi pensamiento seguía impertérrita, cada vez más lejos de la fuente; a tal punto que ahora estoy nuevamente en una fase de dudas. Si las cosas siguen como están, en algún tiempo habré recalado en el extremo opuesto del que partí, y el mundo tendrá un ateo más.
Para empezar, creo que tengo que explicar la diferencia entre un agnóstisco y un ateo. El primero afirma que la existencia o no de un dios es irrelevante, puesto que no puede ser conocida ni se puede obtener ninguna certeza al respecto; por tales motivos, es imposible aceptar la validez de las distintas religiones y teologías. Un ateo, en cambio, afirma que no existen poderes supremos y metafísicos que rigen las suertes del mundo. Resumiendo, uno dice que no puede asegurar que haya una divinidad; el otro asegura que no la hay.
Mi interés crítico hacia la religión empezó muy temprano, absorbiendo los inputs de una familia sólidamente católica. Uno de los primeros libros de cierta envergadura que leí fue la Biblia, a los ocho años, incluyendo las notas a pié de página; para cuando hice la primera comunión, dos años después, y con un par de lecturas más, ya tenía una lista casi interminable de dudas existenciales sobre algunas evidentes incoherencias en los textos sagrados. Sin embargo, solucioné eso entrando a una fase que yo llamo de credulidad religiosa: es decir, aceptar la versión más o menos oficial que da la Iglesia, que es que si bien los libros del Cánon son inspirados por Dios, siguen siendo obra de hombres y como tales sujetos a errores o contradicciones causadas por la evolución de la cultura.
Durante mis años maravillosos de adolescente noté que estaba pasando a una etapa más bien de conformismo religioso. Iba a misa sin prestar mucho interés a lo que sucedía, comulgaba con desgano, me confesaba a intervalos cada vez mayores, rezaba sólo para pedir favores o milagros. Si no me equivoco, una gran mayoría de creyentes se encuentra en este estado.
A un cierto punto, bordeando los veinte años y poco más, luego de hacer un serio y exhaustivo análisis, llegué a la conclusión de que no podía seguir fingiendo creer en algo que había ya asimilado, en la práctica, a una mitología arcaica. Me di el trabajo de recopilar toda la información que podía sobre los pilares de la religión católica (para ese entonces, internet ya me había dado un acceso mucho mayor a las fuentes), y de evaluar uno por uno los sacramentos, los dogmas, las tradiciones. Creo que me tomó un año determinar que no me convencían y que por lo tanto era una total hipocresía seguir golpeándome el pecho como si nada. Así que di el gran paso y dejé el camino dorado hacia Oz.
En los años siguientes, no ha habido un solo instante en que haya tenido remordimientos por lo hecho, al contrario, he ido encontrando más puntos a favor de mi posición. Obviamente no los voy a detallar aquí para evitar desatar más polémicas, pero si estoy al borde del ateísmo, es porque tengo buenos motivos...
No es cuestión de rebeldía juvenil, como piensan algunos; es fruto de la lógica. No puedo regir mi vida basándome en la fe hacia principios creados por seres humanos hace miles de años, sin mayor sustento que una presunta conexión directa con una divinidad. Me resulta imposible.
Sólo puedo creer en lo que veo, en lo que siento y en lo que mi cerebro deduce. Lo demás son palabras, flotando en el vacío.
1 comentario:
A mi me ha pasado algo parecido, pero sin llegar a los extremos que cuentas. A saber, yo hace años que dejé de creer en la iglesia, y lo de Dios.... pues no sé si Dios, pero algo ha de haber, llámalo como quieras. Y si lo hay creo que tiene que ser mucho más inteligente que todo lo que "prodiga" la iglesia, y es que a mí se me cayó el mito a los pies en mis años de adolescencia, precisamente cuando mi contacto con los sectores más conservadores de la iglesia (léase Opus Dei) quisieron hacer de mi una de las suyas. No me considero una erudita, pero puede que la genética o lo que sea me ha dotado de una inteligencia suficiente como para discernir el bien del mal, y de un criterio propio para tener mis propias opiniones. Insisto, si existe un dios, seguro que es mucho más inteligente que todo esto, es como los bueno amigos, no creo que mida la amistad por las veces que hablas con él ni esas cosas. Al final tu camino lo marcas tú, solo hace falta un poco de sentido común.
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