miércoles, 4 de abril de 2007

La delgada línea griega

Luego de ver 300, tengo que confirmar las impresiones que presenté previamente en este post. Es un espectáculo visual de indudable impacto, que emplea técnicas y estrategias conocidas y experimentadas en otras películas (la adaptación fiel de los paneles de un comic en Sin City, el uso de ambientes íntegramente generados por computadora en Sky Captain & the world of tomorrow, la violencia gráfica aplicada a la Historia en Gladiator), pero logra que el total sea más que la suma de las partes debido a la heterodoxia total del ritmo que le impone Zack Snyder, uno de los grandes descubrimientos del cine americano de los últimos tiempos. Es verdad, el guión es débil, los diálogos grandilocuentes, la declamación excesiva, pero esto se debe a la fuente original, la obra de Frank Miller: no es una casualidad que los puntos citados sean característica típica de los comics. Y 300 es probablemente la adaptación más lograda del estilo y el espíritu de esas páginas impresas.

Lo que quiero resaltar, en cambio, es el tratamiento general otorgado a un hecho histórico en esta película. Últimamente hemos tenido un revival de cintas basadas en obras de ficción que intentan buscar lo históricamente correcto a la hora de plasmar las palabras en imágenes. King Arthur, por ejemplo, convertía a los medievales caballeros de la Mesa Redonda en mercenarios sármatas al sueldo de los romanos, a Guinevere en una guerrera salvaje, a Merlín en un chamán mugriento, al mismo rey en un comandante de legiones purpuradas. Excuse me? Claro, es mucho más probable que las cosas se hayan desarrollado así, eso no lo dudo; pero si el ciclo bretón tiene un innegable appeal es debido al elemento fantástico, a ese ir y venir entre la realidad y un mundo de hadas, donde conviven doncellas inmaculadas y brujas, corceles y dragones, gigantes y paladines, magos y trovadores.

Vamos, eso es lo divertido: Merlín que impulsa la concepción de Arturo haciendo que Uther Pendragon luzca como el marido de Igrayne (con extraños ecos del mito del nacimiento de Hércules, con Zeus engañando a Alcmena); la espada en la roca; la Dama del Lago; las pruebas cada vez más absurdas que tiene que pasar Lancelot; el encarcelamiento invisible de Merlín por mano de Vivian; las peripecias de Parsifal en busca del Grial; Gawain y el Caballero Verde; Morgana que lleva el cuerpo de su hermano herido de muerte a la Ínsula Avalonia. Quitar el velo de imaginación a esas historias es perder por el camino gran parte de su encanto.

Pero el ejemplo más dramático de este trend es Troy, y lo traigo a colación porque es el más fácil de comparar con 300. Por un lado tenemos una leyenda (por más sustento histórico que tenga, gracias a los descubrimientos de Schliemann en Hissarlik) que es filtrada, destilada y mutilada para darle un gusto verosímil; por el otro, un hecho real y documentado que viene procesado, estilizado y vitaminizado hasta conferirle un aura sobrenatural. Quién gana? Quién tiene más justificación para su experimento?

Yo fui uno de los primeros en estar de acuerdo cuando se anunció que se estaba excidiendo de Troy toda presencia de los dioses del Olimpo. Y es que la intervención divina siempre termina alterando los equilibrios y restando credibilidad a las tramas; no por nada el deus ex machina es visto casi como una peste en los guiones. Pero si Aquiles no muere por una flecha en el talón (en realidad es acribillado en todo el cuerpo por Paris), su único punto vulnerable, de qué estamos hablando? Peor aún, la mal entendida vocación neorealista lleva a modificar las relaciones, de manera que Patroclo es el primito de Aquiles, y éste a su vez tiene una pasión malsana por Briseis; y por otra parte mueren los que sobreviven en el mito homérico (Agamenón y Menelao über alles, y eso que son los ganadores de la guerra!) y sobreviven los que mueren (Paris??? y la venganza de Aquiles por mano de su hijo Neoptólemo?). Se pierde así toda la grandeur trágica y épica, obteniendo una Dinasty de la edad del bronce. Más realística, más convencional, más aburrida.

300 va por el camino exactamente opuesto. Leonidas existió, era un ser humano común y corriente, claro, con excepcionales habilidades de líder y guerrero, pero falta un poco más y tenemos su partida de nacimiento en la mano. Sin embargo, Frank Miller y Zack Snyder lo transfiguran, dándole una dimensión mítica de semidios invencible, capaz con sus garde du corps de afrontar flechas, lanzas, jabalinas y todo tipo de armas arrojadizas, punzocortantes y de doble filo a pecho desnudo... como si Tetis los hubiera sumergido junto a su hijo en las aguas del Styx. Asimismo, los persas no sólo llevan sus mil naciones a la batalla, sino que, en un ímpetu integrador y políticamente correcto, ponen en primera línea a toda clase de freaks, mutantes y demás monstruosidades que pudieron recoger en el camino.

La lucha por el paso de las Termópilas se convierte entonces en un choque entre el bien y el mal, la libertad contra la opresión, la perfección física y étnica contra las perversas mutaciones, la virilidad estoica contra el edonismo libertino. Trasciende el espacio (porque en ese punto no hay ningún acantilado desde el cual arrojar a la infantería oriental), el tiempo (las granadas arrojadas por los persas fueron ideadas varios siglos después por los chinos), las modas (ningún griego en su sano juicio iría a la batalla sin un mínimo de armadura o protección), hasta las leyes de la física (cierto saltos de los espartanos son dignos de Superman). Sin embargo, por extraños motivos, una batalla real llevada al borde del fantasy funciona mejor que una leyenda trasladada a un mundo de sangre y arena. Probablemente porque en 300, a pesar de los retoques dignos del mejor aedo, la idea central de lo sucedido en las Termópilas se mantiene, y su presentación no resulta para nada excesiva si es asumida como la arenga emotiva y ensordecedora dirigida a las tropas que deben vengar a Leonidas y los suyos; en cambio en Troy se presenta la crónica digna de un pasquín rosa o del Reader's digest de unos eventos que ya habíamos conocido en una salsa mucho más agradable y misteriosa.

Aún a riesgo de sonar machista, sólo se me ocurre una metáfora apropiada: Troy es como la modelo despampanante de la cual hemos oído todo tipo de elogios, aventuras, fetichismos, apetitos insaciables, y sin embargo a la hora de conocerla se revela ser una jovencita más del montón, insípida, con acné, maquillaje de segunda y rollitos del todo evidentes. En cambio, 300 es como la chica aburrida y previsible de la oficina, pero que en las noches se transforma en una bailarina de night club exótica y voluptuosa, capaz de dejar al Kamasutra en el rango de un libro infantil.

Llámenme enfermo, pero, entre las dos, creo que no hay ninguna duda. La stripper gana por un cuerpo de ventaja.



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