miércoles, 11 de abril de 2007

Mouse que nada

En la oficina hemos tenido que soportar la improvisa aparición de una banda de pequeños ratoncitos grises. No uno, no dos, no tres: los avistamientos superan la media docena y seguimos contando, al punto que estamos en un clima de histeria colectiva digna de los mejores tiempos de la ufología. Las mujeres no se concentran porque temen encontrarse face to face con los roedores; los hombres esperan con ansias poder capturar uno para lanzarlo a la chica del costado; la señora de la limpieza se aparece cada cinco minutos con su escoba persiguiendo a los animalitos. La situación es digna de las peores películas mudas de los años '20.

Personalmente (es un decir) he dado cuenta de cuatro incautos pericotes que merodeaban por los alrededores de mi escritorio, y que habían encontrado la manera de alojarse en la papelera. Sus días en este mundo encontraron la palabra fin debajo de algunos litros de agua y ácido clorhídrico. Muchos pueden decir que fue una crueldad innecesaria, pero no saben lo complicado que es acertar a las cabezas de esos minúsculos seres con un palo de escoba de regular ancho. Así que el envenenamiento y el ahogamiento parecieron formar una mejor y más mortífera combinación.

Lo peor fue descubrir que se estaban alimentando de documentos importantes de hace algunos años, archivados por aquí y por allá. Para el personal administrativo, no podía haber mejor noticia: menos papeles significan menos responsabilidades, que a su vez implican menos cargos de conciencia, o sea más tranquilidad, es decir mejore sueños en las noches. Me temo que buena parte de las protestas pseudo animalistas contra el genocidio ratonero estaban impulsadas más por las ganas de que los bichos se comieran todos los archivos que encontraran a su paso, que por un sano interés hacia el bienestar de esas criaturas de Dios.

Recuerdo cuando tenía seis años, y apareció un pelotón de ratones en el jardín de la casa de mi abuela. Los arrinconaron contra la pared y me pusieron de guardia en una esquina, armado con una barra de fierro más grande que yo, por si alguno de ellos se creía Steve McQueen e intentaba una fuga desesperada. Como es lógico, porque de otra manera esta anécdota no tendría nada de divertido o peculiar, uno de los Speedy González terminó por aparecerse justo delante a mí. No sé si es fantasía infantil, mala memoria o simple y cruda realidad, pero estoy seguro que el ratón se quedó parado frente a mis zapatos, mirándome, y el tiempo se detuvo lo suficiente como para que mi cerebro procesara la situación y soltara el orden de ejecución.

El fierro cayó en cámara lenta, como el hacha del ejecutador de William Wallace en Braveheart. Poco después, en respetuoso silencio, de rodillas en medio al jardín, preparaba un entierro para ese héroe de la resistencia de pelo gris. La pequeña cruz de mondadientes e hilo de nylon vio como el montoncito de tierra se humedecía con un par de lágrimas sinceras y arrepentidas.

Eran mis épocas de niño inocente, bueno, católico, creyente; el grado de deterioro de mi moralidad y mis sanos principios se refleja en el diferente trato dispensado a los pequeños visitantes de cola larga. Antes les daba digna sepultura, ahora delato su presencia para enviarlos a la masacre. Qué basura.

Times are changing.


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Y los incautos a la fecha son...