Siempre he tenido una cierta debilidad por las estaciones intermedias. Puede ser por los años y años de estudios iniciados con el otoño y concluidos con la primavera, como los campeonatos de futbol; puede ser porque mi cumpleaños marca la llegada de ambas estaciones, dependiendo del hemisferio; puede ser porque son más impredecibles en sus azares climáticos y casi implacables en los resfríos que me provocan; o simplemente porque la sensación de indefinición y transición que encierran terminan simpatizándome mucho más que el calor sofocante del verano o los escalofríos adormecedores del invierno.
Nunca me han gustado los extremos, siempre me ha gustado más jugar entre líneas. De niño me gustaban los dibujos animados, pero también los libros; en mi época de estudiante prefería ambas cosas a repasar las lecciones, como los peores vagos de la clase, pero igual terminaba teniendo notas dignas del más aplicado nerd; en la universidad estudié algo que no me gustaba casi en absoluto, para luego terminar con el mejor promedio del campus y las felicitaciones del rector; por años tuve relaciones sentimentales en grados incrementales de complejidad, locura y simple deseo físico, para encontrarme ahora al borde del matrimonio luego de un noviazgo de ocho años con la chica más dulce y tranquila que haya conocido jamás. Y es así que, inevitablemente, trabajo en algo que no me gusta mucho, pero que no puedo dejar porque paga suficientemente bien para alimentar la esperanza de tener, algún día, las horas y el dinero para hacer lo que realmente me gusta, aunque, claro, ese mismo trabajo ocupa tanta parte de mi tiempo que termina impidiendo físicamente que lo consiga.
Todo esto bordea lo bizarro, supera lo absurdo y desafía cualquier definición de coherencia. Termino siendo una especie de personificación simultánea de las dos mitades de la tercera ley de Newton. Casi como el otoño, con sus mañanas gélidas y nubladas y sus mediodías calurosos; o como la primavera, con la promesa del verano que se avecina pero la sombra del invierno en el cuello.
Pero soy así. Todavía me siento cómodo en una forma de ser heredada de mis años mozos, pero tomando decisiones que requieren un pulso mucho más adulto del que siento tener. La consecuencia es que trato de caminar en línea recta por las rutas que he trazado, pero de rato en rato soplan ráfagas de viento que enfrían el entusiasmo por lo que estoy haciendo, me generan la duda de que quizás no salí lo suficientemente arropado, o que a lo mejor no fue una gran idea ponerme en marcha con un clima tan incierto. Al final llego de todas formas a la meta, pero con la urgente necesidad de tomarme un chocolate caliente y encontrar una manta abrigadora.
Panta rei, decía Heráclito; carpe diem, decía Horacio. Todo fluye; aprovecha las oportunidades. Al final esta dicotomía clásica termina teniendo mucho más significado del que creí reconocer en esa clase de filosofía, más de diez años atrás. Recuerdo que hacía frío, aunque el sol brillara sobre los techos de la ciudad. Un día de otoño.
Nunca me han gustado los extremos, siempre me ha gustado más jugar entre líneas. De niño me gustaban los dibujos animados, pero también los libros; en mi época de estudiante prefería ambas cosas a repasar las lecciones, como los peores vagos de la clase, pero igual terminaba teniendo notas dignas del más aplicado nerd; en la universidad estudié algo que no me gustaba casi en absoluto, para luego terminar con el mejor promedio del campus y las felicitaciones del rector; por años tuve relaciones sentimentales en grados incrementales de complejidad, locura y simple deseo físico, para encontrarme ahora al borde del matrimonio luego de un noviazgo de ocho años con la chica más dulce y tranquila que haya conocido jamás. Y es así que, inevitablemente, trabajo en algo que no me gusta mucho, pero que no puedo dejar porque paga suficientemente bien para alimentar la esperanza de tener, algún día, las horas y el dinero para hacer lo que realmente me gusta, aunque, claro, ese mismo trabajo ocupa tanta parte de mi tiempo que termina impidiendo físicamente que lo consiga.
Todo esto bordea lo bizarro, supera lo absurdo y desafía cualquier definición de coherencia. Termino siendo una especie de personificación simultánea de las dos mitades de la tercera ley de Newton. Casi como el otoño, con sus mañanas gélidas y nubladas y sus mediodías calurosos; o como la primavera, con la promesa del verano que se avecina pero la sombra del invierno en el cuello.
Pero soy así. Todavía me siento cómodo en una forma de ser heredada de mis años mozos, pero tomando decisiones que requieren un pulso mucho más adulto del que siento tener. La consecuencia es que trato de caminar en línea recta por las rutas que he trazado, pero de rato en rato soplan ráfagas de viento que enfrían el entusiasmo por lo que estoy haciendo, me generan la duda de que quizás no salí lo suficientemente arropado, o que a lo mejor no fue una gran idea ponerme en marcha con un clima tan incierto. Al final llego de todas formas a la meta, pero con la urgente necesidad de tomarme un chocolate caliente y encontrar una manta abrigadora.
Panta rei, decía Heráclito; carpe diem, decía Horacio. Todo fluye; aprovecha las oportunidades. Al final esta dicotomía clásica termina teniendo mucho más significado del que creí reconocer en esa clase de filosofía, más de diez años atrás. Recuerdo que hacía frío, aunque el sol brillara sobre los techos de la ciudad. Un día de otoño.
1 comentario:
te consuela si te digo que todos tenemos esas mismas dudas?? yo te podria hacer una tesis con las mias, parece que todo el mundo tiene resuelta su vida menos yo...
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