Estoy sentado en el autobus, tratando de concentrarme en el libro que estoy leyendo, a pesar de tener a mi costado a uno de los peores músicos ambulantes que haya tenido que sufrir en años de transporte público. A parte la contaminación sonora más abyecta que pueda tolerar mi oído, me invade el pánico viendo que las cañas de la zampoña apuntan directamente a mi rostro; acabo de descubrir, algunas páginas antes, que regiones enteras del mundo se despoblaron gracias a virus y bacterias transmitidos, entre otras cosas, por la saliva, los estornudos, la tos: siento que el virtuoso me está encañonando con una batería repleta de gérmenes y patógenos.
De pronto, en el siguiente paradero, sube un señor con pinta de ejecutivo: terno oscuro, cabello blanco, corbata clásica. Pero lo que más llama la atención es la evidente quemadura de su rostro, digna de un chorizo parrillero: y más aún porque es idéntica a la que exhibo con orgullo en mi cara. White men can't jump, decía la película, pero en este caso habría que parafrasearlo en White men can't run in the sun. El hombre se da cuenta que lo estoy mirando, nota la coincidencia del tono chamuscado de la piel, sonríe y levanta el pulgar. Le contesto de la misma forma. Creo que algo así debe suceder con los veteranos de alguna guerra, reconociendo heridas similares, con todo el background de experiencias y traumas en las selvas, desiertos o ciudades de algún país ajeno y extraño. En este caso no corrieron balas ni napalm, pero sí se mantuvo la acostumbrada trinidad de sangre, sudor y lágrimas: 24 horas antes ambos hemos recorrido a buen paso las calles de la ciudad en la 10K de Nike.
En anteriores ocasiones (aquí, aquí, aquí) he mencionado mi fluctuante afición por el fondismo madrugador. Pero sentía que era el momento de dejar algún registro indeleble de mi compromiso, de mi esfuerzo, de la fuerza de voluntad que supuso levantarse cuando el sol aún no quería mostrarse, sólo para gastar energías trotando alrededor de los parques de las cercanías. Así que me inscribí a la carrera, con el único objetivo de llegar a la meta. Tenía claro que las condiciones serían completamene distintas a las acostumbradas en mis mañanas deportivas: el terreno no sería plano, el camino no estaría despejado, el clima no sería fresco. La última vez que completé 10 km, cuatro días antes de la carrera, establecí mi record sobre la distancia, con 53'51", fruto de una secuencia irregular de tiempos a lo largo del kilometraje: tiempos excelentes en los primeros 5 mil metros, caída constante en los siguientes, última vuelta con el acelerador a fondo. En promedio, 5'23" por km. Siendo realista, calculé que las dificultades extra en la carrera podrían llevarme con facilidad alrededor de los 5'30", para un tiempo estimado de 55' totales.
El día antes, recarga de carbohidratos con una buena pizza. Cena ligera (jugos de fresa y tartaleta de piña), desayuno bordeando la inexistencia (agua azucarada y una rodaja de piña). No hice mayor calentamiento que caminar un par de kilómetros hacia la línea de partida; no me auné a los miles de fanáticos que realizaban rutinas de aeróbicos que se me antojaban más cansados que la carrera en sí misma. Faltando unos 20 minutos, consideré útil acercarme a los servicios higiénicos, para perder los líquidos excedentes: pésima idea, porque compartida por cientos de participantes. Cuando mucha gente está de acuerdo en algo, difícilmente ese algo es lo mejor; la unanimidad, el amplio consenso, el acuerdo de ancha base siempre tienen algo de gregario, de animal, de irreflexivo. Dicho y hecho. Logré terminar la cola y el trámite cinco minutos antes de la partida, con el lógico resultado de encontrarme a casi 300 metros de la línea de go, detrás de 7-8 mil personas.
El chip anclado en mi zapatilla registró el primer paso de la carrera casi siete minutos luego del disparo inicial; a primera vista algo ininfluyente, en fin de cuentas el cronometraje individual cancelaría la posición relativa al momento de la salida de los boxes y podría realizar el precepto evangélico de los últimos serán los primeros. Pero cuando por más de dos mil metros me encontré enredado entre padres de familia acompañados de hijos pre púberes, señoras con alto índice de obesidad y paso paquidérmico, ancianos voluntariosos pero con frecuencia cardiaca controlada, jóvenes con muletas, colegialas en plan de chismorreo, famosos con ganas de figuración, cada uno con su ritmo, cada uno una piedra en mi camino, maldecí mi falta de previsión a la hora de acudir al llamado de la naturaleza.
El slalom desesperado que tuve que efectuar, con cambios abruptos de velocidad y dirección, recién dio sus frutos llegando al km 4, cuando el cansancio y el doloroso choque contra el muro de la realidad y el sufrimiento empezaron a cultivar víctimas entre los menos preparados. Aún sin haber mantenido un control férreo sobre mis tiempos parciales, me daba cuenta que había perdido tiempo y energía preciosas barriendo un poco el espacio frente a mí. El sol amenazaba con iniciar a atacar con sus rayos en cualquier momento, así que decidí ir con todo hasta donde me dieran las fuerzas. A mitad del camino, iban 27'09", 5"26" por km, proyectando un 54'18" a la llegada: perfectamente dentro de lo previsto. Pero ya había tomado otro ritmo, y no lo bajé cuando el calor fue aumentando exponencialmente, causando la tostada general de la que hablaba al principio.
El último kilómetro fue apoteósico, un único sprint sostenido y brutal entre las dos alas de un público vociferante pero mudo en mis oídos, gracias a los audífonos que me daban el tiempo exacto para cada paso. Al final, 53'32", record personal, 5"21" por km, los últimos 5 a 5'16" de promedio. Sobre 10 118 participantes, es el tiempo número 1 188. Un motivo más de orgullo.
48 horas después de la llegada, me siento mejor por haber cumplido con lo que me había propuesto, una vez más. Una raya más al tigre. Una cicatriz más que mostrar. Una bandera más plantada en la frontera.
El cansancio es pasajero. I keep on runnin'.
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