No sé que está pasando en los últimos tiempos, pero parece como si todo el universo hubiera conspirado para tenerme ocupado las 24 horas del día, todos los días de la semana, todas las semanas. La cantidad de cosas que se han ido acumulando ya llega a niveles alarmantes; creo que en las últimas 72 horas he batido todos los records.
El viernes inició antes del amanecer, con 8 km de jogging; luego ducha, desayuno, y trabajo en la oficina non stop hasta las 7 pm, incluyendo reuniones de alto nivel tan estresantes como absurdas; fugo para ir al cine, aprovechando para hacer una parada en la tienda de DVDs. Luego de 2 horas de película (No reservations, recomendable), me espera un taxi urgente para llegar a ver el penúltimo episodio de Heroes. Me acuesto a medianoche y media.
El despertador suena seis horas después para recordarme que tengo que ir a la oficina porque hay un encargo fuera de la ciudad que nos tomará toda la mañana. Mi secretaria se olvidó de colocarme en la lista de personas autorizadas a ingresar en el fin de semana, así que pierdo media hora discutiendo con los guardianes en la puerta de ingreso; por suerte una llamada de mi directora desembrolla el lío y puedo entrar, para salir un par de horas después en camioneta, rumbo al sol. En el viaje de ida y en el de vuelta, ya durante las primeras horas de la tarde, aprovecho para leer The drowned world, de J.G. Ballard, algo lo suficientemente pesado e intelectual, detrás de la patina de hard sci-fi, como para olvidarme de lo que me rodea.
En lugar de ir a casa, voy al departamento de mi hermano para regar sus plantas, dado que él está de viaje. Almuerzo frugalmente para no alterar la dieta, cumplo con mi tarea, vuelvo a casa caminando los cinco kilómetros que me separan de ella para estirar un poco las piernas luego de tanta carretera. Estoy exhausto, navego unos minutos en internet, me ducho y me voy a acostar. Mi madre me llama para recordarme que tengo que comprar una camisa para mi matrimonio civil, mi novia me dice que su padre quiere pagar un banquete monumental de comida china después de la ceremonia, y que el día siguiente nos espera el sacerdote que nos va a casar, dentro de cinco meses, para una primera charla. Termino durmiendo a las once, con un dolor de cabeza alucinante.
A las cinco de la mañana salgo a correr. A pesar de la llovizna insistente, me siento en forma, acelero el paso, tengo buenos registros cronométricos kilómetro tras kilómetro. Hasta que pasados los 5 200 metros resbalo sobre una vereda jabonosa y caigo al suelo de forma estrepitosa e hilarante; una vez determinado que no hay daños mayores, sigo adelante y logro concluir 9 km. Lo mejor de todo es que en los 54 minutos que me ha tomado completar ese recorrido he podido visualizar muchas ideas para mi nueva novela, que lentamente va asumiendo forma. La caída sirvió de algo, después de todo. He recargado las baterías.
Me baño, pongo a funcionar la cada vez más insoportable lavadora, hago las compras de la semana y finalmente, a media mañana, tengo unos minutos para descansar, que aprovecho repasando los extras de los DVDs que compré el viernes. Pero llega el delivery con el almuerzo y luego tengo que buscar la bendita camisa; me demoro casi dos horas para encontrar una que me satisfaga, y el regreso a casa es una anabasis empapada por la lluvia y envuelta por el viento frío. Apenas tengo tiempo para probarme el terno gris que vestiré el viernes, y ya es hora de ir a hablar con el cura... Los detalles de esa inenarrable conversación los mantengo en reserva y con derechos de autor exclusivos, porque definitivamente formarán parte de alguna obra futura. La conclusión es que, por lo visto, voy a casarme por la Iglesia, a pesar de todo, y seré protagonista de un evento que debe ser lo más magnífico que se haya visto en este hemisferio para compensarme del infinito calvario de trámites y etapas que supone... en las películas no se veía tan complicado.
Todo lo que puedo decir es que regresamos a casa casi a medianoche; ocho horas después, estoy de nuevo en la computadora, en mi querida oficina. Minutos después, nueva reunión en los pisos altos, más surrealismo en despliegue, más solicitudes urgentes, en resumen más trabajo. Por suerte estoy a dieta y puedo devorarme una ensalada sin tener que caminar mucho ni perder tiempo en búsqueda de comida. Y mientras tipeo estas últimas líneas, me doy cuenta que la sobrecarga sensorial en mi cerebro ha borrado gran parte de aquellas brillantes tramas que pensé para la nueva novela, y que no tuve tiempo de poner en blanco y negro a lo largo del fin de semana.
Necesito un break. Un feriado largo. Una enfermedad infecciosa. Una lesión a los ligamentos. Algo que me haga ganar tiempo para detener el círculo vicioso y desatorar los carriles de las autopistas que se encrucijan en mi cabeza. Es hora de dar fluidez al tráfico: hay cosas que ya no pueden esperar.
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