Hace tiempo vengo intentando pensar en una forma de sistematizar mis recuerdos. Como es obvio, no todos, eso sería inútil, infinito y sobre todo demasiado complicado. Pero sí me gustaría retroceder a través del tiempo e identificar, hasta donde sea posible, imágenes o hechos muy puntuales que representen el punto de partida de cosas que sigan significando algo importante para mí.
Hoy tuve unas experiencias sinestéticas tremendas. Entré en la sucursal de un banco y el olor del aire acondicionado, mezclado con quién sabe que partículas suspendidas en él, café, tabaco, menthol, me trasladó instantáneamente a la oficina de mi padre, circa 1987; poco antes, pasando por la cafetería, el ensemble de aromas que flotaba en ella me recordó exactamente a como olía la casa de mi tío cuando llegué desde Italia, en octubre del 1984.
Pero estos son ejemplos un poco desligados del experimento que quiero hacer; simplemente me han dado una idea de qué tan detallados y recuperables pueden estar mis recuerdos. Hay momentos incluso más atrás en el tiempo; nunca olvidaré la primera vez que vi una caja de Risk!, cuando tenía 5 años: el diseño que tenía me persiguió hasta que, una década después, pude hacerme con un ejemplar similar... y volverme un fanático del juego a los pocos minutos.
Otro caso más drástico: el sábado estuve probando mi nuevo Home Theater con Kingdom of Heaven, y cuando vi una imagen específica en la pantalla, con un dropel de Templarios alineando sus caballos sobre una duna, me fue imposible no recordar un momento muy parecido que aparecía en la miniserie Marco Polo, de 1982, y que quedó grabado en mi cabeza. Ese es un frame que puedo asociar con muchas líneas mnemónicas divergentes: el álbum Panini con las imágines de esa fiction es el primero que recuerdo haber completado, y nunca se me va a borrar de la cabeza el olor tan característico de los stickers; recuerdo claramente haber preguntado quienes eran esos caballeros medievales con una cruz roja en el pecho (no sé quién era el interpelado, pero fue la primera vez que oí mencionar a las Cruzadas); me enteré que los chinos habían inventado los fideos y los fuegos artificiales, o que su emperador se llamaba Gran Khan (sólo un tiempo después aprendería que esa era una dinastía mongola); e impulsó una de mis primeras incursiones en el Atlas, siguiendo el Camino de la Seda.
Pensándolo mejor, hay otro elemento que surgió de allí: fue la primera vez que me encontraba con una historia que no se desarrollaba de forma cronológica. Si mal no recuerdo, la narración comenzaba en una prisión veneciana, donde Rustichello da Pisa le contaba a algún colega encarcelado las aventuras vividas por los mercaderes genoveses. Eso debe haberme supuesto una enorme confusión mental en esa época (tenía 3 años y algunos meses...) al comparar ese incipit, aparentemente desconectado con el desarrollo de la historia, con los cuentos que había oído hasta ese momento. Estoy seguro que mi pasión por la narrativa cronológicamente fragmentada tiene su embrión en la sorpresa producida por ese descubrimiento.
Sin embargo, sólo mucho tiempo después decidí que algún día sería escritor y utilizaría recursos similares a la hora de plasmar las historias que tenía en la cabeza. No creo equivocarme al identificar el año exacto, 1989, probablemente entre los meses de julio y agosto. Para ese entonces, muchos factores habían entrado en juego: había leído un número respetable de libros (con particular énfasis en La isla del tesoro, la Biblia (completa, en 1987), una enciclopedia mitológica, La Vuelta al Mundo en 80 días, Viaje al Centro de la Tierra y Corazón), había visto series de dibujos animados que impactaron mi imaginario de forma dramática (Lady Oscar, sin duda alguna... los violines con los que arranca su opening y la artística imagen que se desvelaba en el ending me siguen provocando algo similar a la Síndrome de Stendhal); y había empezado a disfrutar el cine como se debe (admirar Indiana Jones & the Last Crusade tuvo bastante que ver con eso).
En resumen, había juntado un tal corpus de tramas almacenadas en mis neuronas, todas intrigantes y todas distintas, que definí que eso era lo que quería hacer cuando fuera grande: contar historias. De lance, de un día para otro, me mandé con 3 embriones de novelas al mismo tiempo, que nunca superaron el puñado de páginas cada una; no sé si alguien habrá conservado esas hojas de block rayado, escritas con lapicero azul, y la verdad ni recuerdo de qué trataban. Pero son el punto de partida de todo.
Y podría seguir así por horas, desempolvando retazos de espacio-tiempo. Un cuaderno de recortes con los resultados del Mundial de España '82 (y en las páginas que quedaban, el mundial de Formula 1 de 1983). Una pelota con el logo de las Olimpiadas de Los Angeles '84, o el mapa con los países que las boicotearían pintados de un agresivo color rojo, en alguna revista (en un artículo donde también ponían las fotos de grandes atletas que no participarían por ese motivo, entre los cuales un jovencísimo Sergei Bubka). Las canciones de moda del momento, grabadas por mi madre en unos cassettes TDK grises. El sabor de mi torta de cumpleaños del '83.
No queda nada de eso, sólo sensaciones que se han perpetuado en mí y al parecer, y por suerte, no tienen intenciones de irse. No están en las fotos, no están en las repisas, no están en ningún baúl, cajón o archivo de mementos. Pero eso no significa que no vivan. Algún día la vejez irá carcomiendo los almacenes mentales donde se encuentran, impidiéndome recuperarlas, pero estas líneas serán las migajas de Pulgarcito, el hilo de Ariadna que me guiarán de vuelta a casa.
Nota: el título del post viene de la canción de Barbra Streisand The way we were. La estrofa completa dice memories may be beautiful and yet what's too painful to remember we simply choose to forget. Dramático, conciso, inevitablemente verdadero.
UPDATE (11/12): Acabo de comprar via eBay.it, luego de una subasta feroz, un ejemplar completo del álbum de Marco Polo del que hablaba. Así de poderosa es la fuerza de los recuerdos...