viernes, 3 de octubre de 2008

Despegando


En unas horas B. estará sobrevolando el océano, camino a una vida diferente, una comida distinta, estaciones opuestas, horas adelantadas. A. irá a despedirlo al aeropuerto y cuando B. desaparezca entre los controles de seguridad y las colas de viajeros y emigrantes, sentirá que una parte de él también está abordando ese vuelo.

Desde el día que se conocieron, era evidente que no había en el mundo personas tan relacionadas que fueran a la vez más distintas; siempre han compartido un único rasgo común, uno que no ha facilitado nunca el encontrar puntos de contacto: un carácter fuerte y extremadamente independiente. Porque ambos defienden con uñas y dientes su forma de ser frente a los demás, a las adversidades, a las críticas, a los papelones, y se rigen según códigos propios de los que nunca abdican. Pero en todo lo demás representan dos visiones de la vida y del mundo completamente opuestas, algo que inevitablemente provoca las mayores divergencias entre ellos.

Mientras B. es una emisora radial pop en frecuencia modulada, A. es una biblioteca repleta de tomos antiguos, valiosos, frágiles; si B. necesita compartir con el mundo su experiencia de vivir día a día, sin límites ni constricciones, A. prefiere interiorizarla y filtrarla, tal vez sanearla y censurarla, antes de publicar algún escueto comunicado de prensa; B. funciona a impulsos eléctricos, A. con engranajes suizos; y, a la hora de tomar decisiones, B. va donde lo lleva un corazón gitano y mediterráneo, a diferencia de los minuciosos y prusianos planes de batalla que rigen las acciones de A.

Por eso los desencuentros, en el largo plazo, han sido más que las coincidencias, y el desgaste provocado por la cercanía de dos polaridades tan antitéticas ha mellado en buena parte la posibilidad de una mejor relación. Sin embargo, y justamente por eso, los momentos buenos resaltan aún más en la memoria, como pedazos de vidrio brillante en la arena de una playa, pidiendo ser recogidos. Por ejemplo, aquella vez en que A., fanático deportista, se fue de viaje durante unos campeonatos de atletismo, perdiéndose así todas las transmisiones de los mismos, y B., que siempre ha detestado la simple idea de perder su tiempo viendo algo semejante en la televisión, se encargó de seguir hasta la última competencia y registrar los resultados en un block. O esa ocasión en que se transmutaron en ridículos disk jockeys, colocando cintas con la música que más les gustaba en un viejo equipo de sonido a imagen y semejanza de su radio preferida. O el concierto en el que, empinados y arrimados en una esquina de las tribunas, fueron los únicos e imperceptibles receptores de un saludo de la cantante sobre el escenario. O la final del Mundial de pocos años atrás, cuando, a pesar de visiones inconciliables sobre la importancia del fútbol en sus vidas, terminaron saltando abrazados por todo el living después del último y exitoso remate desde el punto de penal.

Por tres años fueron roomates, y en esa etapa los subibajas incrementaron su frecuencia. Muy poco espacio para tanta personalidad y demasiada separación entre maneras de ser como para permitir que las cosas se dieran de otra forma. En esos momentos complicados, probablemente influenciado en cierta medida por ellos, A. empezó a elaborar sus estrategias para los siguientes años, que empezaban inevitablemente por comprar una casa propia e independizarse; B., por su parte, se volcó de forma más intensiva hacia sus amigos y los estudios, pasando cada vez menos tiempo en casa.

Cuando A. al fin se mudó, pensó que estaba poniendo las bases para una mejora significativa de la situación, poniendo un poco de tierra de por medio pero sin perder el contacto. Al principio el sistema funcionó bien, al menos para él; se reunían todos los fines de semana, viendo películas y comiendo pizza y conversando sobre lo que había pasado en los últimos siete días; efectivamente, las discusiones se redujeron notablemente, por lo que A. pensó que la decisión había sido particularmente eficaz. En ese razonamiento, por lo visto y por enésima vez, demostró que sus cálculos más algebraicamente correctos no siempre dan el resultado esperado, porque la lógica no lee el pensamiento ni gobierna lo que sienten las personas.

Pronto se daría cuenta de eso. Al principio, y sin mucho ruido, fueron las reuniones canceladas por B. porque la universidad no le daba respiro; A. aprovechaba el día libre para jugar en la computadora, leer algún libro o ver el último Dvd que había comprado. Pero poco a poco las excepciones se convirtieron en regla, incluso en la época de vacaciones: porque para ese entonces B. había rediseñado su tiempo libre con otras prioridades, dando mucho más espacio a los amigos, algo perfectamente razonable considerando que el otro brazo de la balanza de su vida cotidiana había desaparecido. El hilo se fue desfibrando de a pocos; los comportamientos que antes resultaban usuales y a los cuales estaban anestesiados de pronto resonaban como si hubieran raspado un nervio expuesto cada vez que discutían, sabiendo que ninguno lograría convencer de nada al otro.

En esos momentos, de forma especular e irónicamente simétrica respecto a lo sucedido unos meses antes, fue B. el que tomó la decisión de irse, pero ya no a pocos kilómetros y un bus de distancia, sino al otro lado del mundo. Cuando se lo dijo a A., éste intuyó que en algún momento, durante esos años, algo había cambiado y él se había perdido ese instante fugaz, sin que hubiera alguien que se lo apuntara en un papel para darse cuenta de ello antes que fuera demasiado tarde. El tren había pasado y ya no iba a parar.

A. no tenía dudas que para B. lo mejor era seguir por el nuevo camino que quería abrirse; pero se preguntó continuamente qué hubiera pasado si las cosas entre ellos no se hubieran deteriorado tanto, si no hubieran sido tan testarudamente cerrados en la defensa de sus fronteras, si se hubieran acentuado las semejanzas antes que las oposiciones. Le parecía evidente que si su etapa de convivencia hubiese sido extraordinaria, o al menos muy buena, B. se lo hubiera pensado varias veces antes de siquiera tomar en cuenta la idea de cambiar de ruta de forma tan radical. Pero con las cartas que había en la mesa, sólo existía una forma de jugarse la mano, y B. lo había hecho, casi con la misma científica frialdad de la que tanto se enorgullece A.

Y mientras se ha ido acercando el momento de los saludos, y los últimos preparativos siguen generando motivos para pequeñas escaramuzas, A. se siente un poco responsable cuando ve a alguien llorando y probando instantes de profunda tristeza al despedirse de B. Por eso le ha dejado todo el dinero obtenido de la venta del mobiliario del departamento que él había comprado años atrás y sin siquiera mencionarlo, él mismo, que quiere ser suizo hasta en temas bancarios y que sabe en cada minuto cuantas monedas tiene en cada bolsillo y cuenta de ahorros; pero que, increíblemente, no percibe ningún sufrimiento en algo que es un sacrificio muchísimo mayor para su forma de ser que para su billetera.

Es, al fin y al cabo, su particular, inconsciente y para los demás incomprensible rito de expiación por no haberse esforzado en ser un mejor ejemplo para B., reemplazando al menos en parte una figura paterna con la cual nunca había congeniado. Ese fracaso en un emprendimiento que en realidad nunca intentó termina siendo uno de las pocas derrotas que acepta y que por lo tanto duelen más, especialmente en el ánimo de alguien acostumbrado a conseguir lo que se propone.

Aunque la tecnología permita conectarse en tiempo real a través de la distancia, nada será igual y nadie lo sabe mejor que A., que mucho tiempo atrás tomó una decisión similar a la de B., pero dejando a su padre la ingrata tarea de ayudar a hacer las maletas a alguien que nunca querría ver alejarse; y en repetidas ocasiones lo ha escuchado y leído y visto quejándose de lo mal que se siente cuando pasa un par de días sin intercambiar al menos un saludo y un comentario sobre el clima en las antípodas. Aunque su forma de ser se adapta mucho más al aislamiento que la de su padre, y su forma de ser le genera muchas más alternativas para cubrir su tiempo libre, A. teme que algo similar termine por ocurrirle, porque si algo le ha quedado claro en todos estos asuntos es que el singular sistema de contrapasos y contrapesos por el que parece regirse el universo está más activo que nunca.

Por eso A., que siempre ha tenido la mejor herramienta para expresar sus sentimientos en una pluma que, según él, burbujea como espumante. limitando el uso de la voz únicamente para un sarcasmo seco, amargo y descarnado como whiskey añejo, ha decidido poner en blanco y negro sus reflexiones, en una carta abierta que recuerde desde el espacio virtual a él y a B. que, más allá del bien y del mal que se hayan deseado, de las pequeñas rencillas y los grandes desacuerdos, de los debates improductivos y las conversaciones interminables, aquí, allá y en todos los mundos que existan en este universo, los une un lazo profundo e indestructible: ser los únicos hermanos que tienen.

Dondequiera que estés ahora, que tengas un buen viaje. Consigue lo que te has propuesto. No te olvides de revisar las cuentas. Y nunca, nunca mires atrás.

2 comentarios:

Cristina Costa dijo...

Lo siento, tengo que confesarlo. Me he emocionado muchísimo. Ha sido precioso.

Pierluigi 'the Love Junkie' dijo...

ti amo fratellone!

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Y los incautos a la fecha son...