jueves, 6 de enero de 2011

In memoriam


Me han pedido que diga algunas palabras sobre mi tío Lucho. A diferencia de él, no soy tan bueno para hablar como para escribir, así que me perdonarán si me limito a leer este manojo de ideas que he recolectado antes de venir aquí.

Hay algo que me queda claro en estos momentos, y es que no todas las películas tienen un final feliz convencional. No en todas, antes de la palabra fin, el héroe cabalga hacia el atardecer luego de derrotar al imperio del mal y restablecer la justicia en estas tierras, antes valles de lágrimas y ahora praderas relucientes al sol. No siempre es así. A veces el protagonista se sacrifica por el bien común, a veces su caída permite a los demás llegar a la meta, sanos y salvos. Y aún así, tenemos un final feliz.

Mi tío es sin duda un personaje especial, de película, legendario, casi mitológico, de esos que uno recuerda nítidamente, aún cuando los contornos de la memoria difuminen las historias que se contarán en el futuro. Tenía el porte de una estrella cinematográfica de antaño, un mechón rebelde que el viento paseaba a su albedrío, un tranco largo y cadencioso, una espalda ancha que parecía resistir cualquier embate del tiempo. Y por encima de eso, una inteligencia fina, aguda, iluminante, y una cultura oceánica.

Sobre cualquier tema, desde las trivialidades de lo cotidiano hasta los máximos sistemas que gobiernan el universo, tenía en la punta de su lengua afilada y precisa una opinión bien informada, estructurada, difícil de atacar, casi siempre inexpugnable hasta en el más encendido de los debates. Era imposible tomarlo desprevenido, incluso cuando alguien en el teléfono se equivocaba de número y, al toparse con él al otro lado de la línea, se exponía a una de esas cáusticas respuestas que extraía por arte de magia de algún sombrero de ilusionista escondido en el fondo de su ingenio.

En ocasiones, había que chocar con su lado más áspero y tajante; un aspecto que como entendí muy pronto, derivaba de la profunda impaciencia que genera el razonar a una velocidad descomunal mientras quien está en frente avanza en cámara lenta. Cuando alguien le objetaba el punto 1 de un argumento, él había pasado hace horas el 15, y tal vez se acercaba a concluir el 23.

Demostrando una combinación inusual en estos tiempos, aunaba a unas neuronas ágiles, lógicas y racionales la capacidad de expresarse a través del arte que alcanzaba su ápice más luminoso a la hora de dejar sobre la tela los paisajes y colores admirados en sus años mozos. A veces dejaba gotear un poco de esa destreza perfeccionista en la cocina, o cuando preparaba cocteles de dudoso y a veces excesivo contenido alcohólico, pero con sabores que se grababan a fuego vivo en el paladar. La receta de su coctel de fresa, pero sobretodo el secreto de qué tanto pisco y qué tan poca fresa se requerían para elaborarlo se van con él, una cosa más que extrañaremos en nuestras reuniones familiares.

Además, claro está, de su risa traviesa, contagiosa, maciza, gutural, que hacía brillar esos dientes de conejo sagaz que por mucho tiempo amanecieron detrás de un mostacho que, para un niño que lo miraba con admiración, parecía tener personalidad propia. Una risa que ahora está apagada, pero cuyo eco se oye con estruendo en cada latido de nuestros corazones.

Dentro de una pérdida imposible de marginar, queda la tranquilidad de haberlo visto hasta el final en perfecta posesión de sus facultades, capaz de sorprender, aún en un momento tan cruel, con un aforismo elegante o un recuerdo nítido de su infancia, almacenado en esa frente prodigiosa y cada vez más amplia; o de mostrar una fuerza titánica luchando hasta el final, en su proprio cuerpo, contra un ejército maligno que no quería tomar prisioneros.

Pero, al final del día, Superman no pudo levantarse en vuelo por última vez. La kriptonita que un destino feroz quiso alojar dentro de él pudo más y le dijo, con una mueca criminal, que no siempre se puede escapar a la fuerza de gravedad; porque este mundo, aún ahora gobernado por las leyes naturales e irreducible al dominio de la ciencia humana, a veces es injusto y se lleva a los mejores.

Sin embargo, hay un par de cosas que ningún poder de este o cualquier otro mundo existente puede quitarnos: los recuerdos y los sueños, nuestros y ajenos. En ellos, mi tío, mi amigo, mi maestro, mi ídolo, mi socio de planes casi siempre descabellados pero muchas veces cumplidos, espejo ante el cual siempre seguiré comparándome, con gran desventaja mía, sigue en pié, con sus fuertes brazos apoyados en la cintura, sonriendo y mirando el horizonte debajo de sus cejas vigorosas.

Porque en el final de esta película, la que yo tengo tatuada en mis huesos y mis venas, Superman ha despegado de una tierra mortal que no lo merecía una vez más, y ahora vuela sin límites ni barreras hasta el infinito y más allá, en el mundo de lo increíble, en el universo de lo eterno.

Y eso, para mí, es un final feliz.


(Epitafio en memoria de Luis Alvarado, pronunciado en la Capilla de la Virgen de la Medalla Milagrosa de Trujillo el 05.01.2011)

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